El pasajero 221B

Holmes se disponía a entrelazar todos los cabos sueltos que le llevarían a concluir quién era el asesino de Sir William Clearwater. Todos los presentes daban por segura la culpabilidad del futuro yerno de Sir William, incluido el mismo Watson, socio y colega del célebre investigador londinense. Sin embargo Sherlock, con su capacidad de observación característica, empezó a hilar todas las pruebas así como aquellas evidencias que no habían identificado ninguno de los presentes.

– Es, Sir Livet, estoy seguro– dije para mis adentros al mismo tiempo que levanté mi mirada del libro y desperté de mi inmersión literaria.

En mi iPod sonaba la lista de Rossini que tanto me gustaba para las lecturas de misterio. Sin embargo unas voces se mezclaban con los compases de violín. Al alzar mi visión por encima del asiento que tenia delante, vi a una mujer que parecía discutir de manera acalorada con la azafata de vuelo, a la altura de la tercera fila del avión. Decidí hacer un breve receso de mi lectura para ver si podía enterarme de la conversación. Apagué el iPod y cerré el libro. Por la ventanilla solo se apreciaban las gotas en el cristal y el destello de unos relámpagos lejanos.

Me levanté para dirigirme a los servicios al lado de la cabina del piloto. Mientras me desabrochaba el cinturón de seguridad y me disponía a salir al pasillo, un hombre se avanzó para dirigirse también a la zona delantera del avión. Caminé detrás suyo pero tenía un ritmo más apresurado que el mío. Había poca luz. La mayoría de los viajeros dormían y los pocos despiertos leían con la luz de lectura encima de sus cabezas.

De repente, un brillante fogonazo de relámpago iluminó brevemente el interior del avión. Delante mío, el pasajero se paró en medio del pasillo al mismo tiempo que su cuello se giraba como un resorte automático hacía la ventanilla, cómo el del pájaro que ha divisado un gusano en la tierra. Quizás no fue ni un segundo el tiempo que permaneció parado, pero la luz del rayo fue suficiente para iluminar una cara pálida y sudorosa. Tenia un parecido enfermizo, casi lúgubre. Una mirada titubeante y nerviosa. Parecía agarrar algo con las manos, una especie de neceser de color beige.

Al encontrarse en medio del pasillo con la mujer antipática que discutía con la azafata de vuelo, les pidió permiso para pasar y se dirigió al baño. Abrió la puerta y cerró el pestillo. La gente de las primeras filas estaba despierta y atenta a la discusión. Sin embargo el pasajero que estaba encerrado en el baño había captado mi atención. Sobrepasé las dos mujeres y me situé delante de la puerta del servicio. Creí entender que la discusión de la mujer y la azafata era causada por las molestias de un niño que se negaba a estar sentado y con el cinturón abrochado. Parecía especialmente molesta por que el niño le había ensuciado la chaqueta con sus pataletas. No obstante mi mirada estaba perdida en el fondo del avión, en la señal del lavabo de cola que indicaba que estaba libre. Recordé que cuando me levanté la señal ya estaba encendida.
– ¿Por qué el hombre pálido no fue a ese baño? – me preguntaba a mi mismo sabiendo que mi interés de recorrer todo el pasillo sólo obedecía a mi curiosidad, pero ese no parecía el motivo del hombre al otro lado de la puerta.

Entonces mi mirada se centró en la puerta que tenía enfrente. Ya habían pasado unos minutos y pese a la discusión y al propio ruido del funcionamiento del avión, no había escuchado ningún ruido detrás de la puerta. Quizás pasaron 5 minutos, cuando de repente el disco de la cerradura que indicaba el estado de ocupado en color rojo, pasó a libre en color verde. Inmediatamente la puerta se abrió.
De allí salió el hombre sudoroso, pálido, cabizbajo y apresurado para volver a su asiento. Al encontrarnos de frente, susurró: -Perdone. – Mientras se hacía paso hacía el pasillo apartándome con las dos manos.

– Que extraño – pensé. Al entrar no pude evitar revisar con mi mirada todo el pequeño habitáculo mientras me disponía a orinar. La verdad es que no me había dado cuenta pero ya hacía rato que me debería haber levantado para ir al baño.

– ¿Por qué habrá venido al baño este misterioso hombre? – Empecé a pensar como el célebre detective de Baker Street. – No he oído los ruidos de la taza de wáter, el grifo o el rollo de papel.- analicé.
– Al salir seguía estando sudado, nervioso. ¿Por qué no se habrá secado el sudor o se ha lavado o ha hecho sus necesidades? – mientras, no paraba de observar a mi alrededor. El rollo de papel parecía intacto, la encimera estaba seca y el espejo estaba lleno de salpicaduras con restos de cal, pero ninguna aún húmeda.

Salí desconcertado pensando en que había hecho ese hombre en ese baño. La tensión entre la mujer y la azafata parecía haberse calmado. Me dirigí hacia mi asiento mientras escudriñaba con mi mirada el fondo del avión por si veía aquel individuo misterioso cuando recordé: – El neceser! No llevaba neceser al salir! –
Justo en ese momento otro resplandor iluminó las caras de la gente en el avión. A continuación del fulgor del rayo, el seco chasquido del trueno despertó a todo el mundo. El avión empezó a experimentar bruscas turbulencias. Yo decidí volver al baño para buscar el neceser pero la azafata que estaba obligando a sentar a la mujer con la que había estado litigando me obligó a retroceder hacía mi asiento.

– Perdone azafata, tengo que ir al baño! – solicité con urgencia, mientras ella sin dejar que acabara la frase, me dijo que me sentará inmediatamente hasta que se apagaran las señales de cinturón abrochado. Al mismo tiempo el comandante daba las mismas órdenes por el altavoz mientras advertía que estábamos cerca de una tormenta y que tendríamos bastantes turbulencias. En ese momento una fuerte sacudida me hizo despegarme del suelo y toqué con las manos el techo. Las turbulencias iban cada vez a más, me senté y abroché rápidamente el cinturón. La azafata hizo lo propio en su asiento al lado del baño.

La crispación y los nervios de la gente fueron creciendo a medida que el avión no paraba de dar botes. Cada caída brusca iba seguida de un coro de gritos de los pasajeros. Yo sin embargo seguía pensando en el neceser. – ¿Que había dentro? ¿Drogas? Entonces; ¿por qué no ir al lavabo más cercano?
– Una bomba? Pero si es un ataque suicida… ¿Por qué no detonarla inmediatamente?

Las turbulencias empezaron a cesar pero el comandante anunciaba que íbamos a aterrizar inmediatamente y que permaneciéramos sentados ya que había fuertes rachas de viento en la zona del aeropuerto.

– Vamos, vamos. Piensa que haría Holmes! – Intenté animarme a mi mismo pero no tenía la capacidad lógica del mejor detective de todos los tiempos. Pero tenía claro cual era mi posición en la historia. Yo era el protagonista! Y si el protagonista fuera Holmes tendría claro que nadie se interpondría entre él y ese misterio. – A por el neceser! Me desabroché el cinturón y salí rápidamente hacía mi objetivo. Mis manos avanzaban de tres en tres los respaldos de los asientos anexos al pasillo. Mis pies zigzagueaban y saltaban los bolsos, chaquetas y diversos obstáculos que habían caído al suelo con los bruscos movimientos del avión. La azafata deparó en mi cuando ya estaba cerca de las primeras filas, se desabrochó el cinturón y se dirigió a mi encuentro, pero conseguí llegar al baño y encerrarme en él. Pese a las advertencias que me gritaba la azafata al otro lado de la puerta yo proseguía decidido a inspeccionar todos los compartimentos. Revisé el cambiador de bebés y no encontré nada. Debajo del fregadero solo había más rollos de papel. En la papelera, bolas de papel húmedas y restos de chicle.

No había nada. – ¿Cómo puede ser? Estaba seguro que entró con un neceser y al salir no lo llevaba. Bajé la tapa del retrete y me senté. Me eché para atrás y fue cuando lo vi. Entre el fregadero y la pared había una separación. Encajado en medio estaba el neceser. Se me iluminaron los ojos y me incorporé para cogerlo mientras la azafata seguía gritando que tenia que salir. Deslicé los dedos en la ranura y extraje el neceser cogiéndolo con la punta de los dedos. Al tenerlo en las manos vi que pesaba notablemente y se marcaban dos cilindros a lo largo de la piel de cuero. Sólo tenia una cremallera de apertura, pero antes de abrirlo, me lo acerqué al oído y escuché el inconfundible golpeteo de un tic tac de reloj. Fue entonces cuando noté que me zarandeaban. La azafata me estaba despertando. Yo estaba sentado, con mi mochila de cuero en mis rodillas y con los brazos cruzados encima de ella. Notaba el reloj marcado en mi mejilla y la azafata me decía que tenia que salir ya. Que estaban embarcando en el avión. Aún nervioso por el sueño me puse a hacer cola para embarcar. La lluvia caía por las enormes cristaleras del aeropuerto y en la lejanía los rayos rompían la oscuridad de la noche. Menudo sueño. Demasiado cansancio acumulado después de una semana de safari y demasiados libros de investigadores.

Cuando me acerqué al mostrador de la azafata para entregarle mi pasaporte y mi billete, y mientras me entretenía desabrochando el cinturón de mi mochila para coger el pasaporte, una mano me tocó el brazo para pedir paso. – Perdone. – dijo, mientras pasaba delante mío.

Me quedé sin aliento al ver que era un hombre sudoroso, pálido, cabizbajo y apresurado.

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